Exclusivo lenguage de Amado Mora
Por Jorge Ivan Mora
Nueva York – Cerca de 30 años atrás llegó a los Estados Unidos, con la frescura natural de sus años mozos, el cabello largo hasta los hombros y la tentación de conocer nuevas técnicas y perfeccionar estilos pictóricos.
Venía con los honores frescos de la Escuela de Arte de la Universidad de Guayaquil, Ecuador, donde fundamentaron su vocación natural de dibujar y pintar, expresada en cientos de intenciones lúdicas bosquejadas con manos de infante.
Trajo además de blasones y los referentes académicos de los maestros nacionales Teo Constante, Alfredo Palacios y Evelio Tandazo, la memoria viva de la ciudad vieja de Santiago de Guayaquil, sobre todo, los paisajes de los suburbios, las casas de madera y caña levantadas sobre mangles, y el barrio inmerso de Las Peñas, de edificaciones multicolores de dos o más pisos, desparramadas en la cintura del cerro El Carmen, que a primera vista, siempre lució sobrecogido ante la serenidad imponente del río Guayas.
Entonces, en los primeros días de inmigrante, Amado Mora forcejeó con la nueva lengua y empezó a comunicar sus sentimientos de artista con pinceles y espátulas, y a través de esculturas de mediano formato, especialmente, torsos desnudos de las divas de su imaginación, erigidas en materiales de arcilla, madera y metal.
Fueron exposiciones de salón en las que también reveló su predilección por el retratismo, el cual va dejando huella en series de óleos y acrílicos sobre canvas de variado formato, y con personajes anónimos que sustrajo de sus periplos felices por Ecuador, que a la larga, han sido denominadores comunes del paisaje social: vendedores de frutas, indias tejedoras, menesterosos, solteronas resignadas, niños y mulatas de acentos andinos, al igual que las casas de barrio dibujadas finamente a lápiz, plumilla y carboncillo, en superficies de cartulina, y en las que se distinguen acogedores ventanales de baraja, amplios balcones, portales y aceras, como testimonios de una etapa de estilo costumbrista.
Recorrió Nueva York y Nueva Jersey con sus obras, y entre intentos esporádicos de academia y exposiciones, encontró el oficio de restaurar piezas y objetos de metal para una compañía ingeniosa de inmigrantes italianos, la variante artística que jamás se ha propuesto desdeñar. Amado Mora es el curador de arte de una pequeña ciudad en la rivera del Hudson, Union City desde donde admira a la metrópolis con sus amaneceres alegres y sus atardeceres anaranjados.
Y entendió pronto que si los seres vivos acuden a los mimetismos como una forma de parecerse a la naturaleza que habitan, en el proceso de búsqueda de todo artista, son su comunión con las grandes tendencias pictóricas, a las que asumen en principio como mero gusto y luego se transforman en influencias decisivas de su identidad individual y cósmica. Así, la metamorfosis estilística de Amado Mora, viene a ser la resultante de sus refinamientos conceptuales y la devoción por un lenguaje visual irrepetible.
La muerte consumiendo el tiempo, una mano de ultratumba que posa de marioneta y sostiene una suerte de bailes convulsos del pensamiento, cuerpos sin piel de hombres y mujeres que se van corriendo de sus destinos primarios, y desintegrando, como si estuviéramos frente a la separación del cuerpo y la mente, glándulas, símbolos, chacras, y por encima, deidades de las mitologías antiguas que vienen a estos desfiles de la angustia del pensamiento humano para recrearla: el jinete del apocalipsis, la Afrodita del desierto, una diosa ecuatorial de los placeres alimentando su volcán de deseos con las contorsiones de su manos múltiples en formas de tentáculos, series donde los guardianes de la muerte cambian de posición como los soles del universo gigante, pero se afirman en cada retablo.
Son trasiegos del pensamiento y la materia deambulando por medio de fisonomías que sólo puede disponer el arte, y que el maestro Amado Mora hizo propias y libres a la vez, porque con ellas y las que vinieron consigo del trópico en el principio de su anclaje en esta América del Norte. Ha logrado realizar decenas de exposiciones, enriqueciendo colecciones privadas y muchas han viajado a Europa y Suramérica, en cumplimiento fiel de su destino: trashumar como pequeños dioses y reencarnar sus designios en otras lenguas y en otras mentes.
Así como su obra es libre y le otorga al espectador la facultad inmediata de indagarla a través de las suposiciones y ejercicios de la mente, su personalidad es insoslayable porque está cincelada con los dones de la dignidad humana, y quizás por eso, -aunque para presentarse socialmente le tomó prestado al pasado la vestimenta estilo pachuco-, el trasfondo revela sentimientos profundos de solidaridad y una marcada y genuina tendencia a compartir y participar de los espacios sociales y culturales que va forjando en sus peregrinajes de artista, convertido finalmente en un admirable imán de gentes.
[box] [box] [/box][/box]