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En el pálido claro de luna, la hierba canta

Miguel Falquez-Certain

In this decayed hole among the mountains
In the faint moonlight, the grass is singing
Over the tumbled graves, about the chapel
There is the empty chapel, only the wind’s home.
The Waste Land, T. S. Eliot

Esa mañana, Mario Rivadeneira se despertó sobresaltado con la resolana golpeando las paredes de su habitación. Había estado soñando con sus padres, en una Colombia que ya había dejado de existir, en la Cartagena de su infancia, cuando aún no había llegado la Guerra de los Mil Días a arrasarlo todo y la vida todavía era un dulce de alegría que le traían las palenqueras de Getsemaní hasta la puerta de su casa en Manga. Sin embargo, a medida que transcurría la noche, el sueño se le fue convirtiendo en una pesadilla en donde Nueva York, Barranquilla y Cartagena se entremezclaban alucinadas, en la que si bien algunas veces lograba coger vuelo como el mejor Lindbergh atravesando el Atlántico tan sólo hacía cuatro años, en otras el suelo se le desaparecía de los pies y se veía acosado por pandilleros italianos en un restaurante de Coney Island, donde su única salida era escalar un transatlántico y regresar al nicho seguro de su hogar. Agarró el reloj de la mesa de noche y se dio cuenta que le quedaban pocos minutos para bañarse y salir corriendo al encuentro de Simón en las bodegas de Brooklyn. Cuando se disponía a levantarse, Hannah se despertó.
― ¿Adónde vas tan temprano?
― Ya son las ocho ― le dio un beso en los labios y se levantó de la cama. ― Tengo que ir a Brooklyn a recoger el cargamento para la distribución.
Mario se dirigió al cuarto de baño. Hannah tomó el negligé de la silla, se incorporó y comenzó a ponérselo. Sus cabellos a la garçonne le daban un

Foto Peawaker

aspecto ambiguo que inmediatamente desmentían sus senos pronunciados y sus curvas decididamente femeninas.
― También debo apresurarme esta mañana. Hoy me toca a mí abrir el bistró. ¿Te molesta si compartimos el baño?
Mario había conocido a Hannah Schütz en la fila de un estudio mientras esperaban que les hicieran una prueba: ambos aspiraban a hacer parte del cuerpo de ballet de Show Boat. Había tenido cierta experiencia en los cabarés de Viena, cantando y bailando un poco, haciendo de factótum las otras veces, luchando con sus padres por una vida que ellos consideraban “disipada” y aspirando siempre a grandes cosas, a una vida de triunfos en el teatro como la gran Sarah. Sin embargo, las cosas no andaban bien en Austria, la situación económica era precaria y el Príncipe von Starhemberg, de tendencias católico fascistas, se imponía cada vez con mayor fuerza, al igual que sus vecinos nazis. Agobiada por la precariedad y hastiada de una vida sin derrotero conocido, un día decidió abandonar todo y venirse a Nueva York.
Por su parte Mario, aunque acostumbrado a la vida acomodada que le brindaban sus padres, pero en constante pugna con ellos por sus intereses en el teatro y la tauromaquia, una noche de oprobios en la que su padre quiso disciplinarlo por haber matado al toro en una fiesta brava privada, Mario empujó a don Antonio con tanta fuerza que cayó al suelo con gran estrépito. Sin esperar la segura represalia de un padre poderoso, rencoroso y vengativo, esa misma noche hizo sus maletas y se marchó de Colombia a recorrer el mundo.
Luego de hacer paradas en La Habana y San Juan, donde aún tenía parientes, tomó un barco que le llevó a Veracruz y de allí siguió a Ciudad de México en donde por puro albur conoció en la plaza de toros a Manuel Mejías Rapelo quien le contrató de empresario de sus famosos hijos toreros, los hermanitos Bienvenida. Gracias a sus parientes de Guadalajara había logrado adentrarse a lo más granado de aquella sociedad exclusivista que, sin embargo, le acogió con entusiasmo. Se vio enredado con una viuda millonaria que le llenó los dedos de sortijas de diamantes pero a la que tuvo que abandonar al poco tiempo por los celos de su hija adolescente, quien, al verse rechazada en sus insinuaciones sexuales, le había dicho a su madre que Mario había querido abusar de ella. Para evitar que la cosa pasara a mayores, Mario decidió cortar la relación con la madre y buscar otro sitio donde vivir. Fue entonces cuando conoció a una familia de actores de la legua que le familiarizaron con los espectáculos de vodevil y cabaré y con quienes compartió muchísimas noches de bohemia. Una joven aspirante a actriz le propuso que montaran un espectáculo de baile y canto y con él recorrieron las principales ciudades mexicanas. Cuando quisieron llegar a cumplir con un contrato en un club nocturno de Hollywood, don Antonio le envió un telegrama en el que lacónicamente le ordenaba suspender esa actividad deshonrosa porque “no quería cómicos en su familia”. Viéndose al descubierto, Mario terminó su asociación con Guadalupe y se fue a vivir a Nueva York, justo cuando Hoover acababa de salir electo presidente de los Estados Unidos.
Mario salió del cuarto de baño oliendo a agua de colonia Johann Maria Farina, abrió el armario y se puso unos interiores enterizos de algodón que seguramente le iban a proteger del frío de esa mañana extemporáneamente invernal. Escogió un traje oscuro, se hizo el nudo de la corbata, se calzó los zapatos de cuero y se observó en la luna del armario: dos metros bien distribuidos y unos cabellos castaños ensortijados que le caían en la frente. Los quiso domar con una peinilla y luego con un cepillo, pero desistió al instante para colocarse el sombrero marrón de fieltro. Se lo requintó y se giró para que Hannah apreciara el resultado.
― ¡Muy elegante!
― Gracias. ¿Te espero?
― Claro que sí. En un segundo estoy lista.
La Calle catorce estaba repleta de transeúntes y las tiendas ya abrían sus puertas para recibir a sus clientes. El sol se alzaba por la Avenida primera y recalentaba la atmósfera haciendo innecesarias las bufandas y los guantes. Los árboles en las aceras se ofrecían desnudos y enjutos, como plantas que se hubiesen dejado de regar durante dos semanas. De un aparato de radio se escapaban los acordes de “Ol’ Man River”.
* * *
Cuando Mario se apeó del Ford gris modelo A en la bodega de Brooklyn, Simón le estaba esperando detrás de las rejas cerradas.
Al llegar a Nueva York, Mario había buscado a un amigo del colegio que se había marchado de Colombia a comienzos de los años veinte, Enzo Ferruggio. Sus padres eran sicilianos y habían inmigrado a Barranquilla en los años setenta del siglo XIX en busca de fortuna. Al igual que Mario, Enzo tuvo un disgusto con sus padres y se había desaparecido sin dejar rastros. Sólo Simón Salazar De Sola, otro camarada del colegio, sabía dónde vivía y para Mario fue relativamente fácil localizarle una vez que ubicó a Simón. Enzo era grande y corpulento y le apodaban “Firpo”, por el boxeador argentino que en 1923 había sacado volando del cuadrilátero a Dempsey con un gancho que hizo historia. Firpo perdió el combate, pero no la gloria de haber sido el primer latinoamericano que había retado por el título al campeón mundial de peso pesado.
Los primeros días en un hotel de la Calle catorce no habían sido muy agradables. En el periódico había visto un anuncio y fue a solicitar el trabajo de ayudante de laboratorio de fotografía en el Hotel Plaza. Aunque no era un experto, su paso por la fotografía en un estudio de Barranquilla le había servido para aprender los rudimentos. El puesto no le daba mucho dinero, pero se bandeó con los ahorros que había traído de sus correrías con Guadalupe y con el dinero que de vez en cuando le enviaba su madre a escondidas de don Antonio, hasta que apareció nuevamente en su vida Enzo quien le enseñó a fabricar ginebra en la bañera de la habitación de su hotel.
Por las noches salía de parranda con Enzo a los speakeasies de moda, donde de paso tenía la posibilidad de conocer a nuevos clientes para su pequeña empresa, tan necesaria en los tiempos puritanos de la prohibición de bebidas alcohólicas en todo el territorio nacional gracias a la vigésima primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos en 1920.
Simón había viajado por toda Europa a comienzos de los años veinte, hablaba cinco idiomas, era bailarín, coreógrafo, pintor y tocaba la mandolina con exquisita soltura. El reencuentro con Simón y Enzo en Nueva York había servido para despertar esa amistad que había florecido en sus años escolares.
Simón había participado como coreógrafo en varias producciones de Broadway y fue el contacto que Mario necesitaba para continuar haciendo lo que más le gustaba: bailar, actuar y cantar.
Por su lado Enzo, gracias a sus ancestros italianos, se había vinculado con grupos de emigrados que explotaban la Prohibición para satisfacer la demanda de tantas gargantas sedientas en los mejores círculos neoyorquinos. Había comenzado de mandadero factótum para los muchachos de Joe Masseria y, paulatinamente, había ido ganando terreno en la organización desempeñándose de “apagabroncas”, como le decían en México, en las tabernas clandestinas de la Cosa Nostra hasta recolector de pizzi en la “protección” organizada.
Una semana atrás, Enzo había convencido finalmente a Mario y Simón de que se “graduaran” a distribuidores de las cajas de licor que venían de contrabando del Canadá con destino a los mejores establecimientos de Nueva York.
Fue así cómo esa mañana Mario había quedado con Simón en recoger las primeras cajas almacenadas en una bodega discretamente ubicada en el barrio de Flatbush, cercana a la casa de Simón, con el fin de transportarlas a la luz del día al primer cliente que habían obtenido a través de los buenos oficios de Enzo Ferruggio: la taberna clandestina “Jack and Charlie’s 21” en el centro de Manhattan.
De manera que atravesaron el puente de Brooklyn manejando a una velocidad prudente, no fueran a detenerles los policías de tránsito, estropearles la prueba de fuego de Masseria y terminar presos en The Tombs.
Al llegar a la altura de la calle 52, se detuvieron en el número 21, frente a una reja adornada con figuras de jockeys, luciendo los colores de los establos a los que pertenecían sus generosos patrocinadores. Sin embargo, fue en el edificio vecino, en el número 19, donde debían hacer la entrega. Sonaron la bocina tres veces e inmediatamente una puerta se abrió y allí estaba Enzo saludándoles sonriente con un par de muchachos con sendas carretillas en las que se encargaron de depositar las cajas de licor. Enzo les condujo por un pasadizo secreto que desembocaba al sótano donde se hallaba una cava con acceso al edificio del “Jack and Charlie’s 21”.
― Les felicito, muchachos, porque pasaron la prueba con éxito rotundo. Aquí tienen su recompensa ― les dijo, entregándoles dos sobres sellados.
Simón y Mario se los guardaron en los bolsillos sin abrirlos.
― Gracias, Enzo ― dijo Mario.
― Ojalá siga así de fácil ― dijo Simón.
― Ahora no se lo vayan a gastar todo en un mismo sitio ― dijo Enzo y soltó una carcajada.
Esa noche festejaron en el Roxy donde presentaban una compañía de mujeres bellas, altas y con cuerpos esculturales, que zapateaban, bailaban y alzaban las piernas a la altura de los ojos, un poco como las bailarinas de cancan de antaño, sólo que éstas aparecían con escasas vestimentas y las pocas que llevaban se ceñían a sus cuerpos con premeditada provocación. Las habían traído de Missouri y se habían convertido en una sensación. Las habían bautizado las Roxettes y le tout New York las festejaba desvergonzadamente.
A la medianoche se inició el espectáculo y en la mesa de Mario, Simón y Hannah se destapó la tercera botella de champán. Al rato se les unieron los hermanos Lecumberri, ex millonarios venezolanos que habían perdido toda su fortuna el “martes negro” dos años atrás, pero que sin embargo habían logrado salir a flote en corto tiempo importando sombreros de Europa y Sudamérica.
― Brindemos por nosotros ― dijo Mario, poniéndose de pie para rellenarles las copas con el mejor champán.
― ¡Salud! ― dijeron todos en coro, rebosantes de alegría.
Mario volvió a sentarse, le pasó el brazo por el hombro a Hannah y posó sus labios en los de ella por breves instantes.
― Todo va a cambiar, mi amor. Hoy el mundo nos sonríe.
― Que así sea, liebling ― dijo Hannah y le besó apasionadamente.
El espectáculo había llegado a su fin. Ahora la orquesta interpretaba un fox trot y Hannah arrastró a Mario hasta la pista donde bailaron desenfrenadamente. Su recorte de garçonne, el cintillo en la frente, su largo collar de perlas y los flequillos de su traje negro que danzaban con el ritmo de la orquesta contribuían en conjunto a brindarle un aire de deliciosa decadencia. Mario pensó que comenzaba a enamorarse de Hannah.
Cuando regresaron a la mesa encontraron a Rodrigo Abello, un amigo de Barranquilla que se encontraba en Nueva York en un viaje de negocios. Mario decidió llamar a dos de las Roxettes para que les hicieran compañía a Simón y Rodrigo y se las presentó mientras rellenaba las copas de champán. Resultó que una de las Roxettes era cubana y decía llamarse Mariana Borrero San Martín. Rodrigo se encaprichó con ella de inmediato, mientras que Simón decidió lucirse con su pareja en la pista gigantesca del club.
― Rodrigo, mi hermano y yo pensamos irnos a Colombia a montar una fábrica de sombreros ― dijo Martín Lecumberri.
― ¿Y por qué no a Venezuela? ― dijo Rodrigo.
― Imposible ― dijo Pedro Lecumberri. ― Cónchale, vale, al parecer no sabes que en Venezuela se tiene que hacer lo que diga “el bagre” y no estamos para engrasarle la mano a nadie.
― Pues les aconsejo que se vayan para Barranquilla ― dijo Mario. ― Tengo seis hermanas solteras que les van a encantar. Allí podrán montar su fábrica y a través de mi familia podrán conocer a quien tengan que conocer en Colombia.
― Estoy de acuerdo, váyanse para Barranquilla que yo también les serviré de cicerone ― dijo Rodrigo.
En el fondo comenzaron los acordes de “In My Merry Oldsmobile”:
Come with me, Lucille
In my merry Oldsmobile
Down the road of life we’ll fly
Automobubbling, you and I
y de repente Mariana comenzó a hablar del pianista y cornetista de la orquesta, Leon Beiderbecke, pero al que le llamaban Bix, chico, porque su segundo nombre era Bismarck, sí, ¿como el Canciller de Hierro?, pregunta ahora Hannah interesada, como el mismísimo canciller, caballero, que es de espanto y brinco, dicen los hermanos Lecumberri, que lo queremos conocer, Mariana, le dice Mario, ahorita mismo se los presento, es jovencito y encantador, todo un talento, algo que te sublima y que no te deja quieta, como que te persiguen sus tonadillas después de que te retiras a dormir y te siguen dando vueltas en la cabeza, como que no acaban, como que te atormentan pero de buena manera y tienes que regresar al día siguiente a buscarle dondequiera que se esté presentando, porque es como una adicción, como el ajenjo, como el opio, eso, es un sueño de opio que te lleva por la calle de la alegría y después por el callejón de la amargura y el cuerpo te suda y el corazón se te agita y ya no tienes noción del tiempo, es sólo Bix, Bix, Bix recorriéndote la piel con su ritmo pegajoso que te traspasa hasta la médula de los huesos.
Y esa noche, después de marcharse del Roxy, se fueron Hannah, Mario, Bix, Simón, los Lecumberri, Mariana y Rodrigo en dos carros hasta Sunnyside en Queens donde recientemente se había mudado Bix porque el tren elevado pasaba por la esquina de su casa en la calle Bliss y le llevaba directo hasta el centro de Manhattan donde ahora se concentraban los clubes de jazz.
Cuando finalmente llegaron a su apartamento con el sol brillando por el oriente de la Calle catorce, Mario retiró el correo del buzón del edificio y se dirigió con Hannah al ascensor.
― Hay carta de mi padre. Sabrá Dios lo que querrá.
― Yo no veo la hora de acostarme. Estoy hecha polvo.
― Ese Bix es fantástico. No se queda quieto un segundo.
― Sus vecinos no deben de estar muy contentos, tocando la corneta a las tres de la madrugada.
― Quedé con él en que regresaría a llevarle una caja de ginebra que es su bebida favorita.
― Y la bebe sin parar.
Don Antonio le hablaba de cómo las cosas habían cambiado finalmente en Colombia. Fungiendo de Gran Maestro de la Logia, había tenido que guardar a buen recaudo los dineros de sus hermanos masones durante la guerra civil y sufrir durante decenios la hegemonía del partido conservador. El año pasado había visto finalmente la llegada al poder de un representante del liberalismo, Enrique Olaya Herrera, un hombre sagaz, culto y viajado que había logrado lo que hasta ahora parecía imposible: la unión de todos los grupúsculos de su partido hasta formar un poderoso gobierno de “concentración nacional”. Además de las muchas reformas, de la creación del Banco Central Hipotecario, de la Caja Agraria y de la Federación de Cafeteros, el Puerto de Barranquilla se había visto beneficiado por Olaya quien había designado como gobernador del departamento del Atlántico al Dr. Alberto Pumarejo. Opinaba don Antonio que quizá ya era hora de dejar atrás los rencores y resabios, regresar a Colombia y ponerse al frente de los negocios de la familia como le correspondía por su calidad de primogénito.
― ¿Qué dice tu padre?
― Nada que te deba preocupar.
― Ven a descansar.
― Sí, es lo mejor. Después te cuento.
Los ruidos de la calle finalmente les despertaron al mediodía e hicieron el amor.
Al atardecer decidieron ir a ver City Lights de Chaplin en un cine de la Calle cuarenta y dos y al pasar por el edificio del Times vieron en el aviso eléctrico móvil, reciente milagro de la tecnología, la noticia del arresto de Al Capone por evasión de impuestos.
― Tengo miedo, Mario.
― ¿Qué quieres que haga? A mí tampoco me entusiasma este mundo de medias tintas y violencia, ¿pero qué podemos hacer? Tú mejor que nadie sabes que lo nuestro es Broadway, pero durante estos dos años lo único que hemos conseguido es bailar de coristas y ni un parlamento en tantas obras en las que hemos participado.
― Ya lo sé, pero no me siento tranquila. Tal vez tus padres…
― Mi padre quiere que regrese a Colombia.
― ¿Y lo vas a hacer? ¿Qué va a ser de nosotros?
― ¿Y qué sé yo?
Hannah giró la cabeza y se concentró en las luces de Times Square pues no quería que Mario la viera vulnerable. Aunque The Jazz Singer había sido la sensación cuatro años atrás porque se podían oír a los actores hablar, Chaplin insistía en hacer películas mudas. Sin embargo, la historia de amor del vago y la florista les capturó por su sencillez y frescura y el conflicto de esa noche al parecer se les olvidó y salieron entusiasmados del cine, caminando por los alrededores como dos enamorados que se acabaran de conocer.
Los días que siguieron fueron agitados con muchas fiestas, distribución de licor, pruebas en Broadway intentando capturar el huidizo sinsonte del triunfo, recepciones en el Museo de Arte Moderno por invitación de Simón, la inauguración del Empire State, el edificio más alto del mundo, visitas frecuentes a los bares donde tocaba Bix y a su apartamento en Sunnyside y el matrimonio de Rodrigo Abello con Mariana Borrero San Martín en la Catedral de San Patricio y posterior shindig en el Stork Club. Después de la luna de miel en París, Rodrigo se fue a vivir con Mariana a Barranquilla.
Por otro lado, la situación en Europa iba de mal en peor con la bancarrota del Danatbank en Alemania que condujo a la clausura de todos los bancos del país, los millonarios alemanes Hugenberg, Kirdof, Thyssen y Schroder que deciden patrocinar al Partido Nazi, el cual cuenta ahora con 800.000 miembros, el colapso del Credit-Anstalt en Austria que ocasiona una crisis financiera en Europa Central, Alfonso XIII que huye de España y la Gran Bretaña que abandona el patrón oro.
Los padres de Hannah le piden que regrese a Viena, pero ella no sabe qué hacer. ¿Esperar a que Mario le proponga matrimonio y se la lleve a vivir a Colombia? ¿Regresar a su patria, ayudar a sus padres, continuar su carrera en el teatro aunque tan sólo fuere en los pequeños cafés vieneses con sus amigos revolucionarios quienes detentaban ahora cierto poder?
El quince de abril el teléfono comienza a timbrar con insistencia y Hannah no se decide a contestarlo. Mario deja de rasurarse, sale del cuarto de baño malhumorado y lo agarra.
― Aló.
― Mario, te habla Enzo.
― Ciao, bambino.
― Recoge veinte cajas en la bodega y nos vemos en lo de Nathan.
― Estaré allí a las siete de la noche.
― Hoy finalmente te presentaré al Capo. Compórtate bien.
Colgó la bocina en la pared y terminó de rasurarse. Se vistió con las mejores galas primaverales: un pantalón blanco de algodón, una chaqueta de sport azul marino, camisa blanca, corbata de rayas blanquiazules y el sombrero de tartarita con banda azul.
Coney Island había sido el lugar de esparcimiento preferido de Mario desde su llegada a Nueva York en 1928. El Steeplechase Park, el “Ciclón”, el paracaídas, el entarimado a la orilla del mar, el Luna Park, los atardeceres, la brisa del océano Atlántico, las playas donde no cabía la gente, bañistas de casi todas las nacionalidades que se daban cita en el verano para disfrutar de la vida y sentirse que hacían parte de este pujante país. Cuando se sentía melancólico y le hacía falta su familia en Colombia, Mario se paseaba por el entarimado aspirando el aire del mar y pensaba que aquí, tal vez, iba a ser finalmente feliz.
Estacionó el Ford en el parqueadero de Nathan, cubrió las cajas con una lona alquitranada y buscó con los ojos a Enzo hasta ubicarle. Se acercó sonriente, pero al verle la cara, la sonrisa se le congeló.
― ¿Qué pasa, Enzo? Tienes una cara…
― La única que tengo, Mario. Escúchame lo que vamos a hacer.
― ¿No hay tiempo para un perro caliente?
― Por supuesto que no. Escúchame bien. Iremos al restaurante Nuova Villa Tammaro a unas cuantas calles de aquí. Entraremos por el parqueadero detrás del edificio principal. Depositaremos las cajas en la cava del sótano. Conocerás a don Masseria, le besarás el anillo en el meñique y no hablarás hasta que él te pida que lo hagas. Todo nos tomará no más de diez minutos y con las mismas pediremos permiso para marcharnos. ¿Está claro?
― Clarísimo.
Una nube gigantesca ocultó el sol y las calles se oscurecieron por un instante.
A medida que se acercaban al restaurante, las calles se fueron vaciando de transeúntes y justo al frente había estacionados varios automóviles de lujo. Cuando Mario se disponía a girar con el propósito de entrar en reversa y estacionar a la entrada trasera de Nuova Villa Tammaro, se escucharon los disparos de las metralletas. Mario frenó en seco y se tiró al piso del Ford. Enzo se bajó del carro y se dirigió con paso seguro a la cocina.
― Mario, acompáñame ― dijo, empuñando la pistola que llevaba al cinto.
En el salón principal yacía el cuerpo inerte, acribillado a balazos, de Joe Masseria. En la mesa estaban desparramados los naipes ensangrentados de una partida inconclusa. El cadáver de Masseria aún tenía aferrado un as de espadas entre sus dedos llenos de sortijas de diamantes.
― Es mejor que nos marchemos antes de que llegue la policía ― dijo Enzo con extraña ecuanimidad. Mario le miró estupefacto.
Mario estaba lívido, los ojos los tenía desorbitados y se mordía inmisericordemente sus labios perfectamente delineados.
Cuando agarró el volante, las manos las tenía húmedas y frías y mentalmente se hizo la promesa de que se saldría de este negocio de una vez por todas.
Los periódicos reportaron que ese día Lucky Luciano había cenado con Masseria y que luego habían jugado una partida de naipes. Entrada la noche, se había excusado un instante para ir al baño. Fue entonces cuando los pandilleros habían entrado con metralletas al salón donde inexplicablemente no estaban los guardaespaldas de Masseria y le habían acribillado.
Los días que siguieron fueron de total caos en las vidas de Mario y Hannah. Sumidos en una depresión y constantemente malhumorados, cualquier tropiezo o desavenencia era motivo para una discusión sin cuartel que no conducía a ningún acuerdo ni posible reconciliación.
Para olvidar por un rato tanto infortunio, decidieron visitar a Bix, pero le encontraron débil, tosiendo constantemente, pálido e incoherente. La noche del 5 de agosto le llevaron medicinas y una botella de ginebra. Esa noche le vieron repuesto, con los ojos vidriosos, pero insólitamente ágil y dispuesto a recibir a sus amigos y pasar un buen tiempo tocando al piano “Clementine from New Orleans”, “Georgia On My Mind” y “Singing the Blues”. A medianoche se despidieron para que pudiera descansar.
Fue la última vez que le vieron. Cuando regresaron a la semana siguiente, el vecino les contó que se había asustado tanto con los gritos espeluznantes que salían del apartamento de Bix que le había tocado la puerta. Bix aseguraba que había dos mexicanos ocultos debajo de su cama. Para calmarle, el vecino le comprobó que no había nadie más en el apartamento y se despidió. Esa noche murió con el cigarrillo hecho cenizas en los labios ennegrecidos y la cabeza descoyuntada sobre el teclado de su piano.
En septiembre los periódicos reportaron el asesinato de Salvatore Maranzano en sus oficinas en el noveno piso del edificio 230 de Park Avenue. Temiendo que Maranzano le fuera a matar en una reunión que había convocado, Luciano se le adelantó, le mandó a matar con cinco de sus secuaces judíos y consolidó el poder sobre todas las familias de la Cosa Nostra.
El último recuerdo agradable que tuvo Mario de sus días en Nueva York fue el desfile de Acción de Gracias de Macy’s que había instaurado el recientemente fallecido Nathan Straus. El gigantesco y horrible animalejo que flotaba por la Calle treinta y cuatro, con su hocico largo y marrón, le trajo los más gratos recuerdos de su infancia cuando solía nadar frente al rompeolas y se dedicaba a construir castillos de arena en las playas desiertas y espejeantes de La Boquilla. Su madre fue el lugar seguro donde regresó temblando luego de perder terreno en la insaciable vorágine del Mar Caribe.
Los amigos se reunieron por última vez para despedir a Mario en el Stork Club. Bebieron y bailaron y recordaron a Bix y solicitaron a la orquesta que interpretara innumerables veces “Singing the Blues”, revivieron las anécdotas de las noches estivales en Coney Island, recordando la vida agitada y alegre y enloquecedora de los últimos años, los días de penuria y de regocijo en los escenarios de Broadway y las noches pasionales con Hannah en los estertores del sexo desenfrenado, lujurioso y procaz.
Con la luz del sol recalentándoles los cuerpos entumecidos por el otoño pertinaz, Enzo, Simón, Hannah y Mario se dirigieron al puerto de Nueva York. El corpulento “Firpo” se encargó de bajar las valijas del auto y de subirlas hasta el Barco Colombia de la Flota Panamá que transportaría a Mario al Puerto de Barranquilla luego de cinco años de ausencia. Sus padres y sus hermanos estarían esperándole frente al “muelle más largo del mundo”.
A medida que el barco se desplazaba por el Atlántico, Mario miró hacia atrás y vio en la distancia la Estatua de la Libertad, temblorosa en la alucinante resolana del mediodía, aspiró con gula el aire salado del mar, cerró los ojos por un instante y suspiró con la absoluta certeza de que todo estaba aún por hacer.
* * *

Miguel Falquez-Certain

© 2013, 2017 Miguel Falquez-Certain
Publicado en Veinte narradores colombianos en USA (Bogotá: Collage Editores, 2017)

 

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