Especial con Jay Rodríguez
El solo espíritu de la música
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Por: Adriana Carrillo
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- Jay Rodríguez nació en Barranquilla en el año 1967.
- A los tres años llegó a Nueva York y ha estado en escena desde los diez.
- Su estilo es ecléctico, sentido y muy original.
En la casa se hablaba español y la música era el vallenato, la cumbia y la salsa. Sus padres estaban orgullosos de sus raíces, venían de Barranquilla (Colombia), hasta tal punto que nunca quisieron aprender el inglés. Lo llamaron Hernán Ramiro Rodríguez Sierra, pero una chaqueta prestada con la que se abrigó por más de un mes en un invierno frío, marcada con el nombre de “Jay” le dio el apodo con el que hasta hoy todos los conocen. Su idea de la música era una sola: la música era para bailar. Era la alegría de la casa y se escuchaba a los volúmenes del popular “picó” (pick-up), que tenía su familia. Su hermano, Angelito era deejay y adoraba la música. Siempre que venía de Colombia traía discos autografiados que, sin pensarlo así en ese entonces, logro que el pequeño Hernán Ramiro sintiera la música como un regalo.
Su primer instrumento fue un clarinete de metal con el que imitaba algunos vinilos de la casa, pero también, otros álbumes de jazz que le prestaba su profesor de música en la primaria. Después de escuchar por primera vez a John Coltrane y Charlie Parker a los diez años ya no hubo vuelta atrás. Jay sabía que lo que quería era improvisar. Alcanzar la libertad de un solo y jugar con la armonía, la melodía y los arpegios con la misma facilidad con la que cualquiera respira. Pero esos tecnicismos vinieron después. La intuición y la curiosidad lo mantenían a flote, acercándolo cada vez más a la amplitud de su conocimiento sobre música. Se dedicó a aprender todas las escalas y a aprender nuevos ritmos sin prejuicios. La música era entonces su mar, lo suficientemente amplio como para perderse en su extensión. Escuchó ‘Winelight’ de Grover Washington Jr., y descubrió ahí las posibilidades de los tiempos. Sin embargo, lo rodeaban grandes maestros como Jesús García y Tito D’ Rivera y había elegido ahora tocar el saxofón.
El cubano Narciso Valdés lo llevó a una Rumba abierta en donde al sonido de las congas y con mucho ritmo tocaba lo que le salía de adentro. Si bien, tanto en la casa como en la calle se había criado en un ambiente latino, que en Nueva York la palabra se hace aún más amplia, poco a poco la música iba desdibujando límites. Acompañó a muchas orquestas de salsa, cantantes como José Alberto ‘El Canario’, Henry Fiol, Ray Barretto e incluso, Celia Cruz quien se lo llevó muy joven a una gira por Europa. Se lucía en el saxofón en la orquesta del dominicano Vicente Pacheco en los años 80, “tocando esos merengazos fui aprendiendo cómo se utilizaban las armonías en las músicas bailables, eso lo entiendo ahora, pero en ese momento yo solo sabía que era algo que tenía que aprender más, porque todo tenía que ver con jazz para mí”.
Después de acompañar, más adelante, a Prince y haber acumulado otras grandes experiencias como acompañante, Jay supo que había tenido suficiente y que para lograr llegar al jazz debía cambiar la ruta. Las palabras del saxofonista Jerry Dodgion, con el que tocó por corto tiempo en un intento de la multinacional McDonalds por crear una orquesta de Latin Jazz –dirigida por Marco Rizo, compositor de “I Love Lucy”— se le habían quedado grabadas en la cabeza: “you have to lead”. En este corto proyecto también conoció al bajista Víctor Venegas, quien tocaba con el gran maestro de las congas, Mongo Santamaría. Todo esto le reveló que en el jazz era posible pararse frente a un público, tocar su saxofón y ser la voz.
En el momento en el que aún mantenía compromisos con José Alberto, una invitación del trompetista Charlie Sepúlveda a tocar con Eddie Palmieri lo haría renunciar a todo lo demás. La posibilidad de llevar la música a otro nivel de la interpretación y acercarse un poco más al jazz la tuvo justo en ese momento. “Eddie le daba solos a todo el mundo”, cuenta Jay con emoción. Y aunque con Henry Fiol y otros cantantes lograba oportunidades como solista, era diferente esta vez. “Me trataban como a un cantante”, dice Jay, porque había llegado a un escenario en donde los músicos se elogiaban entre ellos y respetaban la creación del otro.
Nueva York ha sido siempre para Jay un lugar de infinitas posibilidades. “Amo esta ciudad porque somos ocho millones de soñadores imaginando notas, tonos, luces, historias de esperanza, amor y gloria. Esta es mi ciudad”, dice. Ha sido incluso, el lugar que le ha permitido descubrir el verdadero valor de su propia música. La de sus raíces, la de su padre, su madre y sus hermanos. Ha sido, igualmente, la ciudad en la que ha podido convertirse en un artista sin etiquetas.
“Cuando yo era niño sentía la condición de inmigrante. No encajaba en ningún grupo porque no era cubano, no era puertorriqueño… éramos de las pocas familias colombianas a principios de los 70 en West New York. Pero cuando tengo un saxofón o una flauta en frente, todos somos iguales”. Esto lo dice, a raíz de su experiencia como estudiante del Conservatorio de Artes en donde sin importar la condición económica o la nacionalidad, lo que valía era el arte. En alguna ocasión, después de bajarse de aquel escenario y de haber desplegado una improvisación de largo aliento, el joven Jay obtuvo una A- por haber interpretado una increíble pieza sin autor. Jay ha sido lo suficientemente diverso como para tocar cualquier lenguaje y hacerlo bien. “Leonard Bernstein tuvo que escuchar la música de la calle para poder hacer la música de West Side Story y componer como lo hizo”, explica. Pero muy pocos lo entienden cuando dice que la música no lleva etiquetas “la música es música”.
Otro de sus vínculos ha sido con la historia Afro-americana “es la historia del ‘underdog’. Todos amamos al ‘underdog’. Creo que es una historia muy bella y humana, y yo me identifico con ella. Con esa capacidad de ver las cosas bellas en medio de la tragedia”. Ser músico en Nueva York tampoco es fácil. Por más lejos que te hayan llevado las jerarquías y la experiencia, esta ciudad tiene los ojos puestos en lo nuevo, en lo último, en el día a día, por lo que todos los días piensa en reinventarse. Después de crear y liderar Groove Collective en 1990, Jay se ha entregado a ese y otros múltiples proyectos propios entre los que están un dúo con Chucho Valdés, su trío con el contrabajista Alex Blake y Victor Jones (que es un trío legendario), la música, entre muchos otros proyectos para cine, compuesta para la película, aún sin estrenar, “Changing Face of Harlem” y su más reciente proyecto llamado “Pambelé”, que reúne a un trío base, guitarra y un set de percusión criolla (flauta de millo, gaita, tambores y maracas). Ahora piensa en entregar sus experiencias a siguientes generaciones. Ha sido profesor invitado en Europa y México, y espera acercarse más a su ciudad natal.
Jay Rodriguez es uno de esos grandes que se camufla en una ciudad vertiginosa como esta, que sin embargo, tiene algo para todos. Su arte se define en versatilidad, humor y corazón. Su manera de tocar el jazz está cargado de blues y de soul. Es una de esas voces que se nos hace difícil explicarlas con palabras y que están más cercanas al espíritu. Jay es tanto un “Bitches Brew” de Miles Davis, como un “Te Olvidé” de Antonio María Peñaloza, sin dejar de ser siempre él mismo.